sábado, 5 de diciembre de 2009

ECONOMÍA DE ENDEUDAMIENTO - "LA DEUDA", por Alejandro Olmos Gaona (h) investigar e historiador




Cuando la dictadura cívico-militar usurpó el poder el 24 de marzo de 1976, la deuda externa del país alcanzaba los 7.500 millones de dólares. La nueva política económica del ministro de Economía, José A. Martínez de Hoz, la multiplicaría seis veces mediante una política funcional a los intereses de los bancos extranjeros, que además, sería un factor decisivo en la destrucción del aparato productivo del país y contaría con la colaboración activa de los organismos multilaterales de crédito, lo que quedó evidenciado cuando a los tres días del golpe el FMI otorgara un préstamo a la dictadura, que había sido negado al gobierno constitucional

Resulta singularmente extraño que en todo el material escrito sobre el endeudamiento externo, se ignore –salvo algunas excepciones– la investigación llevada a cabo por el Juzgado Federal Nº 2, donde se pudo determinar con claridad, en una causa ya sentenciada, y en otras dos que se encuentran en pleno trámite, el origen de la deuda, sus características y beneficiarios; identificándose con claridad a quienes la instrumentaron y renegociaron, perjudicando gravemente las finanzas de la República. Se prefiere recurrir a las teorizaciones especulativas, a cifras no siempre confiables y a criticar políticas económicas, sin entrar en ningún caso a desentrañar lo sustancial de un proceso que resultó ser el paradigma del fraude.

Los peritos que realizaron la auditoría por disposición de la justicia federal, en la denuncia iniciada en 1982 por Alejandro Olmos, determinaron sustancialmente que esa deuda no tenía justificación económica, ni administrativa, ni financiera y que se desconocía el destino de los fondos, además de encontrarse probados los ilícitos denunciados. Pero mas allá de esas pericias, la investigación fue mostrando la discrecionalidad con la que se manejaron los fondos públicos; el endeudamiento sin justificación de las empresas del Estado, la falta de todo registro de la deuda, y el haberse llegado al extremo de consignar en “una libreta negra” el manejo de las reservas internacionales para sustraerla a cualquier posibilidad de auditar la corrección de tales colocaciones. Se probó la responsabilidad del FMI, que monitoreó en forma permanente todo el proceso, para lo que había designado un representante permanente con oficinas en el Banco Central. Un ejemplo de todo ese delictivo proceso lo constituye la deuda de YPF, que de 363 millones de dólares en 1976 pasó a más de 6.000 en diciembre de 1983, sin que la empresa recibiera los dólares a los que se obligaba.

A pesar de los reiterados discursos de Martínez de Hoz y de sus sucesores, la realidad de las cuentas públicas muestra que la balanza de pagos tuvo un déficit anual promedio de 2.400 millones de dólares, y los servicios financieros oscilaron entre los 5.400 y 5.800 millones de dólares anuales. Las tasas de interés de los préstamos fueron en constante aumento, llegando a un exorbitante 21%, lo que determinó el crecimiento exponencial de las obligaciones contraídas a tasa flotante, alcanzando la deuda en diciembre de 1983, cuando asumió el doctor Alfonsín, a la suma de 45.000 millones de dólares, es decir seis veces más que la existente cuando se produjo el golpe militar.

En enero de 1984, por disposición del ministro de Economía del gobierno radical, doctor Bernardo Grinspun, se inició una auditoría de la deuda privada por parte de auditores externos contratados por el Banco Central, a los efectos de establecer las características de ésta.

Grinspun tenía clara conciencia de la ilegalidad de la deuda y de allí los constantes enfrentamientos que tuvo con el FMI y con los bancos acreedores. Su irreductible posición, sumada a los entretelones que mostraban las operaciones realizadas por las empresas privadas, determinó su renuncia en la segunda mitad del año 1985, ya que al Gobierno no le interesaba que esos préstamos fabricados fueran puestos en evidencia debido a los enfrentamientos que ello podía significarle con el empresariado nacional y extranjero.

El avance de la investigación en ese año 1984 y parte del 85 fue mostrando los manejos ilícitos de empresas como Cogasco, Renault Argentina, Cementos NOA, Suchard, Perez Companc, ISIN, Parques Interama, Textil Castelar, Fiat, Selva Oil, Sideco Americana, Bridas, Ford Motor Argentina, Cargill, Techint, IBM, Banco de Galicia, Banco de Italia, Citibank, Banco Mercantil, Banco de Londres, Aluar, Swift, Celulosa, Mercedes-Benz, SADE, Juan Minetti, Alpargatas, etcétera, que habían transferido sus deudas al Estado, y debido a ello, se decidió dejarla sin efecto y archivar los resultados, que posiblemente fueron destruidos en la década del 90 y recién se pudieron individualizar tales operaciones en el año 2001 por el testimonio prestado por varios auditores ante la justicia federal, quienes además acompañaron duplicados del trabajo que realizaron.

Como en ese momento el Estado sólo era el garante de las obligaciones del sector privado, y los acreedores en forma conjunta con el FMI presionaban al gobierno para que se convirtiera en deudor principal, el doctor José Luis Machinea, presidente del Banco Central, completó la transferencia de deudas privadas el 1 de julio de 1985, mediante las circulares “A” 695, 696 y 697.

Las pocas operaciones realizadas durante el gobierno de Alfonsín llevaron la deuda a 63.000 millones de dólares, y fue el presidente Menem quien realizaría el arreglo definitivo con los acreedores, liberando a los bancos de pasivos supuestamente incobrables y sustituyendo los créditos de éstos por Bonos Brady emitidos por el Estado, con la garantía de bonos del Tesoro de los Estados Unidos.

Siguiendo las indicaciones de Nicholas Brady, ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, quien había planteado un plan de rescate para beneficiar a los bancos acreedores a través de una reducción ficticia de la deuda nominal del Estado, el ministro de Economía, Domingo F. Cavallo, contrató finalmente en 1992 al Citibank y a J. P. Morgan para que preparan el plan financiero de reestructuración de la deuda, y a Price Waterhouse para que efectuara los trabajos de consultoría.

En ese año, y continuando con una práctica de décadas, no se tenía la menor idea de cuál era en realidad el monto global de la deuda. Las obligaciones externas se pagaban ante la simple presentación de avisos de vencimiento, sin requerir a los acreedores que exhibieran los instrumentos que hacían a la legitimidad de las deudas reclamadas, ya que el Banco Central y el Ministerio de Economía sólo tenían simples anotaciones estadísticas sin valor contable. Para solucionar el problema se decidió contratar a los acreedores, para que ellos determinaran el monto de las deudas, los intereses que debían pagarse, en lo que fue la primera vez en la historia de nuestro país que un grupo de bancos acreedores administraron la deuda pública y privada desde 1992 hasta casi el año 1995, cuando se terminó la instrumentación de todo el proceso de conciliación de los pasivos.

Es importante puntualizar que en todos los contratos que se firmaron en 1993, que posibilitaron el Plan Brady, se incluyeron cláusulas violatorias del orden jurídico del país, dejándolo en un total estado de indefensión y obligándolo a renunciar en forma irrevocable a cualquier acción que fuera posible en razón de la nulidad, la ilicitud o la no ejecutabilidad de los contratos. Se llegó al extremo de aceptar que los acreedores redactaran los dictámenes jurídicos de los abogados externos del país, y aun los que debían emitir el asesor legal del Banco Central y el procurador del Tesoro de la Nación.

Como consecuencia de esa ruinosa operación, desde 1994 hasta el 2000 se pagaron en concepto de intereses de la deuda y amortizaciones 108.685 millones de dólares, emitiéndose bonos por 77.400 millones y cubriéndose el resto con fondos provenientes de préstamos otorgados por el FMI y el Banco Mundial. Es decir que se emitió nueva deuda para pagar la vieja deuda, la que siguió incrementándose hasta llegar a la suma de 150.000 millones de dólares en el año 2001.

Como no podía ser de otra manera, el plan de conversión tuvo el pleno apoyo del FMI y del Banco Mundial, que enviaron sendas comunicaciones a la comunidad financiera internacional, para informar sobre los compromisos asumidos por el gobierno argentino en todo aquello que tenía que ver con la privatización de las empresas públicas, especialmente YPF; la flexibilización de las leyes laborales; disminución de los impuestos; la privatización del sistema jubilatorio. Pero además y contrariamente a lo establecido en sus rigurosas reglamentaciones, esas instituciones multilaterales le prestaron al gobierno 3.200 millones de dólares para que se pudieran comprar las garantías de los bonos que serían entregados a los acreedores.

Con la presidencia de Fernando de la Rúa, se solicitó un blindaje financiero durante la gestión del ministro Machinea, y finalmente volvió Cavallo –supuesto salvador de la catástrofe económica que se avecinaba y a quien se le otorgaron superpoderes en el Congreso casi por unanimidad– quien acordó con los bancos extranjeros un megacanje de títulos que elevó la deuda a la suma de 191.263 millones de dólares, que es la que recibió Kirchner, y que fue materia de la conocida reestructuración del año 2005, que curiosamente contó con el asesoramiento de los mismos abogados norteamericanos contratados por Menem en 1989, que son los que hoy supuestamente nos defienden de los numerosos pleitos iniciados por los acreedores que no entraron a ese canje.

Pese a los discursos oficiales, y de aquellos analistas afines al Gobierno que hablan irresponsablemente de desendeudamiento, la realidad es que a pesar de haberse cancelado la deuda con el FMI y al pago de los servicios correspondientes de 2006 a la fecha, la deuda hoy excede los 175.000 millones de dólares, y siguiendo con el viejo y venerable mecanismo de las refinanciaciones, se va seguir emitiendo nueva deuda para cancelar la vieja, lo que es “ir derecho a la bancarrota” como con singular percepción lo manifestaba el ministro de Hacienda Juan José Romero en 1893, en las instrucciones dadas a nuestro ministro en Londres para que pidiera a los acreedores una moratoria por diez años, ante la imposibilidad de cumplir con los compromisos asumidos.

Resulta sorprendente que a ningún gobierno de la dictadura para acá se le haya ocurrido realizar una exhaustiva auditoría de la deuda pública y privada, y sobre esa base, decidir cómo negociar en forma realista con los acreedores. Lo hizo el presidente de Ecuador, Rafael Correa, que ordenó auditar la deuda del país desde 1976 hasta el año 2005, comprobándose a través de una minuciosa compulsa documental, las ilegalidades, las ilegitimidades y aun hasta los delitos de acción pública cometidos por los funcionarios del Estado en la contratación de esa deuda, las habituales presiones del sector financiero internacional, los préstamos del Banco Mundial desviados al pago de la deuda, las extorsiones, el sometimiento incondicional del país a los intereses de los acreedores, sin que jamás se discutieran los términos contractuales, aceptándose toda exigencia, como algo normal. Se pudo demostrar cómo los abogados del Estado defendían el interés de los acreedores y cómo se violaba impunemente la Constitución y la ley.

Como miembro de la Comisión de Auditoría, y luego como colaborador del presidente Correa, comprobé que ante la transparencia de las cuentas públicas la capacidad de negociación del país adquirió una fortaleza sustancial, y los acreedores dejaron de estar en condiciones de imponer las políticas de siempre, si no que debieron aceptar las nuevas reglas dictadas por un gobierno dispuesto a que nunca más se sometiera al hambre a su pueblo, para satisfacer las habituales exigencias de los prestamistas en ese sistema de la deuda que parecía que nunca iba a tener fin.

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