Más allá de que el Gobierno mantenga el rumbo del simulacro, el fútbol para todos y demás cotillón electoral, lo cierto es que la continuidad y vigencia del modelo neoliberal se ha manifestado de manera implacable desde el inicio de este año.
Tras la victoria aplastante de octubre pasado (el célebre “54 %”, que generó un temor a todas luces irracional), pocos pensaban que el oficialismo fuera a encontrarse meses después con un panorama tan incómodo como el actual, signado por la catástrofe ferroviaria, las protestas contra la megaminería, el derrumbe de la producción petrolera y gasífera, y la falta de control social sobre las concesiones otorgadas por el Estado a empresarios y capitales privados.
Sin desmerecer los aportes que hayan podido hacer otras fuerzas, hay que señalar que todo lo que el diputado Fernando “Pino” Solanas y Proyecto Sur vienen cuestionando desde hace años, es decir, la crisis estructural de nuestro país, la continuidad de la dependencia y el estrecho vínculo entre la corrupción de los poderes estatales y el modelo de saqueo, se ha revelado de un modo dramático desde que comenzaran las movilizaciones en La Rioja contra el proyecto megaminero en Famatina.
No cabe duda de que la estrategia del Gobierno Nacional para aplacar las críticas ha sido exitosa, pero no menos falaz y oportunista: al pregonar que los cambios parciales (en gran medida atados a las condiciones coyunturales de gobernabilidad) eran en verdad cambios estructurales, y al privilegiar el consumo -algo que nos recuerda a los 90-, el kirchnerismo logró seducir a una ciudadanía tan castigada cuanto ávida de una mínima estabilidad. Ahora, tras nueve años de “modelo”, comienzan a verse las secuelas de problemas irresueltos, de ocultamientos y manejos políticos y económicos muy poco devotos del interés nacional y la felicidad de nuestro Pueblo.
La ética pública sigue siendo el agujero negro de la política nacional. Ello quedo claro en la escenificación del vicepresidente de la Nación, Amado Boudou, cuya ‘performance’ oscureció aún más su complicada situación. Con aires de grandeza y una insolencia poco recomendables para un funcionario público de su relieve, el ex ministro de economía se despachó contra todos -allí, Esteban Righi y el juez Rafecas en primera línea de fuego- con una petulancia de la que no hay muchos antecedentes; metáfora precisa del comportamiento oficialista, incapaz de reconocer los errores ya citados, cometidos en sus nueve años de gobierno, y que han de repercutir de manera directa en el estancamiento y la escasísima proyección estratégica de nuestro país.
La Argentina no tiene destino sin un profundo cambio político, moral y cultural; es decir, sin la instalación de la Unidad Nacional como causa suprema donde el bien del Pueblo sea el valor que, más allá de las divergencias partidarias, oficie como objetivo último y trascendente. Pero ello no podrá ocurrir sin la emergencia de lo nuevo, de un gran Frente político que, recordando activamente nuestras mejores tradiciones políticas, asuma el arduo desafío de poner en marcha la tarea aún irresuelta de la emancipación nacional.
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